Intenté el pasado fin de semana desconectar de la reforma laboral. Busqué refugio en un encantador pueblo de la sierra de Gredos extremeña. No lo conseguí. Allí también era ‘El Tema’ de conversación.
Entre chato y chato me topé con Fermín. Él es un extrabajador (como se define a sí mismo). En realidad, lleva años jubilado, y ahora, “sólo enreda” adecentando algún que otro surco de sus tierras, “lo duro lo hacen los chicos”, comenta.
Sus manos ajadas, las profundas y abundantes arrugas que surcan su rostro y una tostada tez, que nos recuerda a latitudes mucho más calientes que la nuestra, corroboran que su título de extrabajador se lo ha ganado a pulso.
Fermín recuerda como si fuera ayer, aquellos años en los que salía con sus hermanos al alba a la plaza del pueblo con la esperanza de que alguien les diera un jornal “para lo que fuera”. Cardar eras, recoger leña, colgar tabaco… “En los años cuarenta así se funcionaba aquí”, asegura. ¿La última reforma laboral? No es una casualidad. Esta es su teoría.
“Éramos unos desgraciados, y nos tenían sometidos. La mayoría de las familias no tenían ni un chavo. La propiedad de la tierra era de cuatro, ‘señoritos’. Ellos la alquilaban, nosotros la trabajábamos a cambio de dos duros.
- Teníamos que llamarles “amo”
Lo más indignante, todavía me saca de quicio cuando lo recuerdo, es que los llamabamos amos. Sí si como lo oyes.
– “Amo me puede adelantar usted unos durillos para pintar la casilla” (por no decir chabola que hubiera sido lo más correcto)
– “Amo mi hija se ha puesto mala. Podría darnos un poco de leche a ver si mejora en unos días”.
– “Amo se ha muerto el burro. No vamos a tener arada la tierra esta semana. Pero no se preocupe que Ufrasio me presta el suyo la semana que viene. Si nos tiene que descontar la semana, usted verá. Pero el dinero nos vendría muy bien porque tenemos que comprar otra bestia.”
Amo por aquí. Amo por allá. No teníamos ni un ápice de dignidad y además éramos gilipollas. Matábamos los cochinos y regalábamos los jamones al amo, al médico y al cura. El practicante se llevaba las mejores gallinas. Y nosotros comiendo tocino.
La verdad, es que no sé cómo aquello fue cambiando. Bueno sí lo sé. Algunos comenzaron a irse fuera de España y enviaban dinero a la familia. Así nos fuimos desenganchando. Poco a poco comenzamos a comer mejor, a ganar más, y un día nos pudimos comprar la primera huebra (unidad de labranza que equivale a algo más de 2.200 metros cuadrados- era la superficie que se ara en una jornada de trabajo) de tierra.
Gestionábamos nuestro dinero. Si el año se daba mal ganábamos algo menos, pero seguíamos ganando. El amo dejó tenernos agarrados por ahí mismo. Compramos más terrenos, casas decentes, agua corriente, calefacción, coche y hasta nos fuimos alguna vez de vacaciones.
Parecía que todo aquello no iba a tener fin. Hubo años muy buenos. Nos llegamos a creer que todo había cambiado para siempre. Pero algo me hizo pensar que no iba a ser así. Fue el día en que el hijo pequeño de los Borja se casaba con la muchacha del Tambores. La estampa de aquella mesa nupcial era demasiado. Allí estaba la Vicenta , muy bien arreglada eso sí, sentada al lado del amo Luisito Borja, el tío más rico y más malo, que ha conocido este pueblo. Lo de que el príncipe Felipe se casara con la nieta de un taxista era una anécdota al lado de esto.
Aquel día pensé. Esto no va a durar mucho. Y no duró. El matrimonio sigue, ehh. Me refiero a que luego llegó la crisis. Los bancos que te habían ofrecido el oro y el moro, decían que estaban en crisis, aquellos que te habían llamado a casa para decirte que te compraras un tractor nuevo o un local, cuando tú no necesitabas ni una cosa ni otra. Aquellos que al final acababan liándote y tú te comprabas un coche nuevo. Que a todos nos gusta estrenar.
Bueno, pues esos, ahora estaban en crisis, decían que perdían dinero. En lugar de castigarles por su irresponsabilidad llegaban los Gobiernos y sacaban la billetera para rescatarles. “Es que si se hunden ellos, nos hundimos todos”, nos decían para justificarse. Pero la única justificación es que ellos tenían el dinero y quien tiene el dinero es el amo.
Nos llenaron de excusas y mentiras para convencernos de que había que apretarse el cinturón de que la crisis era un problema de todos. En realidad, detrás de todo esto sólo hay un objetivo: hundirnos a nosotros, los trabajadores y que ellos, lo ricos, vuelvan a recuperar su estatus de todopoderosos. Esto lo llevo diciendo desde 2008 y mis nietos me dicen que soy un abuelo cebolleta, que no hago más que acordarme de los viejos tiempos.
Yo seré un abuelo cebolleta, pero todo lo que ocurre me está dando la razón. Los trabajadores nos habíamos pasado de listos. Estábamos superando a los amos. Las tierras eran nuestras. Nuestros hijos estudian en las mismas universidades que los suyos. Hacen los mismos masters. A veces hasta consiguen mejores trabajos. Era demasiado. No podían tolerarlo por más tiempo.
Llegó la crisis, sí. Y los bancos fueron rescatados en lugar de castigados por sus abusos. Y, después de eso nos dijeron que se había terminado el dinero. Que los bolsillos del Estado se habían quedado vacios. Que había que recortar. Aquí, el ayuntamiento dejó de pagar a las obras públicas, y a las chicas que van a limpiar a las casas de los viejos. Pero ni el alcalde ni sus amigos han vendido los chalets que se han construido en los últimos años y se siguen pavoneando con sus todoterreno de lujo. Los bancos siguen ganando millones. Cierto, menos millones que antes, pero muchos millones todavía.
Ahora, llegan con esta reforma laboral. Dicen que es para crear empleo. Tal vez sea verdad. Pero será el empleo de los años cuarenta. Aquel que nos obligaba a llamar amo al patrón, agachar la cabeza cuando te decían que en lugar de pagarte el tercio acordado te daría menos, porque el año se había dado mal. Y así, podíamos terminar la temporada en negativo, porque habías pedido más adelantos de lo que luego te pagaban. Pero si te quejabas, no te llamaban para el año siguiente.
Si en un mal día se te ocurrió contestar mal al ama, al día siguiente tú y tu familia estabais en la calle. Siempre había un pobre dispuesto a ocupar tu lugar por la mitad de lo que te estaban pagando a ti. Prefiero no recordar cómo tuve que pedir perdón más de una vez para evitar que eso ocurriera.
Lo siento por los jóvenes. Pero lo que he escuchado de esta reforma laboral me ha traído todos estos recuerdos a la mente. Tal vez se cree trabajo, pero se ha destruido aquello que costó tanto construir: la dignidad de los trabajadores.”