Si la economía depende de la confianza, en España lo tenemos cada día más difícil. Vivimos en el tercer estado más moroso de la Unión Europea de los quince, y sólo Italia y Grecia nos superan en este particular ranking.
Durante el año 2011 las empresas españolas se demoraron en hacer frente a sus obligaciones de pago una media de 105 días frente al plazo legal exigido de 85 días. Y si hablamos de la Administración las cosas todavía están mucho peor. Frente a la exigencia legal de realizar sus pagos en un máximo de 50 días, la Administración española realiza sus pagos con una media de 162 días.
Las consecuencias de este altísimo nivel de morosidad son elocuentemente desastrosas para nuestro tejido empresarial, y muy particularmente para los autónomos y las pequeñas y medianas empresas, que en muchos casos resultan heridas de muerte y obligadas a “bajar la persiana”. La morosidad es la causa de la desaparición de una de cada tres empresas desde que se inició la actual crisis económica. A este respecto las estadísticas son muy claras, indicándonos que desde que se inició la crisis más de 500.000 negocios (200.000 autónomos y 300.000 pymes aproximadamente) han tenido que cerrar a consecuencia de los impagos.
En lo que respecta a 2012, los datos presentados por Crédito y Caución son también muy elocuentes y desesperanzadores. Según estos datos, en el segundo trimestre de 2012 los impagos de las empresas se incrementaron un 39% respecto al mismo período del año anterior. Una sangría que se intentará paliar a través de los cambios legislativos efectuados. Pero, ¿tendrán un efecto positivo sobre nuestra economía real?
Plazos más restrictivos a partir de enero
Para intentar paliar los efectos negativos, especialmente para las pequeñas y medianas empresas, que producen los pagos con plazos excesivamente largos y la morosidad, la Ley 3/2004 estableció una serie de medidas para luchar contra la morosidad en las operaciones comerciales. Esta Ley tenía como objetivo establecer una mayor transparencia en los plazos de pago de las operaciones comerciales e intentar impedir que los plazos de pago excesivamente dilatados fueran empleados por el deudor para obtener una liquidez adicional a expensas del acreedor.
Esta Ley fue modificada por la Ley 15/2010, que desde su entrada en vigor intenta corregir algunos desequilibrios e intentar favorecer así el aumento de la competitividad de nuestras empresas. Esta nueva Ley establece un plazo máximo de pago de 60 días entre las empresas y sus proveedores, plazo que no podrá ser ampliado entre las empresas por acuerdo entre las partes. Respecto a la Administración Pública, el pago se reduce a un máximo de 30 días a partir del 1 de enero de 2013, proponiendo un procedimiento más efectivo y ágil para hacer efectivas las deudas de los poderes públicos, y estableciendo un nuevo registro de facturas en las administraciones locales.
El ámbito de aplicación de la Ley abarca a las operaciones realizadas entre empresas, o entre empresas y la Administración, quedando fuera de su ámbito de aplicación las operaciones comerciales en las que intervengan consumidores, los intereses relacionados con la legislación en materias de cheques, pagarés y letras de cambio, y las deudas que estén sometidas a procedimientos concursales.
Sin visos de corrección en el corto plazo
El gran problema de esta legislación, que ha sido endurecida por Bruselas a través de la “Directiva contra la morosidad” que entrará en vigor a partir de enero de 2013, es sencillamente su incumplimiento. Incumplimiento que sucede por la ausencia de un régimen sancionador claro que, al no existir, convierte a la actual legislación en un marco normativo incompleto e ineficaz. Además, España posee una Administración Pública que quintuplica el plazo que desde Bruselas se intentará imponer. Este incumplimiento no tiene visos de corregirse en el corto plazo, especialmente en la Administración, acostumbrada a financiarse a través de sus proveedores.