Nacionalizar o no nacionalizar. Esa parece la gran cuestión de principios del siglo XXI. ¿Es bueno o malo que el Estado tome las riendas y el capital de una empresa privada? A priori, puede pensarse que la respuesta es una cuestión de posiciones políticas: izquierdas o derechas. De economía socialista frente a liberalismo. Tal vez era así hasta el inicio del estallido de burbuja inmobiliaria de 2008 cuyo crack movió incluso esos potentes cimientos. Pero, vayamos por partes.
Los diccionarios definen nacionalización como la acción de transformar por la vía forzosa la propiedad de una empresa privada en acciones del Estado. Normalmente se esgrimen motivos de utilidad pública para proceder a ese cambio de titularidad. Será expolio si la empresa afectada no recibe ninguna indemnización a cambio; expropiación, si consigue una compensación.
Desde la izquierda se defiende que la propiedad del Estado debe estar detrás de, al menos, las grandes empresas de servicios básicos: agua, telecomunicaciones, transportes. Así fue en los inicios del estado moderno, pero a medida que la economía fue progresando y el capitalismo liberal liderando ese proceso, se impusieron las privatizaciones. “Los gestores privados son más eficientes que los públicos”, fue y es el argumento más esgrimido para justificarlas. En el sector público no se toman buenas decisiones de gestión y la contratación de personal y suministros no es eficiente. Al final lleva a las empresas a abultadas pérdidas. En base a estos criterios se pone el grito en el cielo por decisiones como la tomada por la Presidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, al decretar la nacionalización de la petrolera YPF, filial de la española Repsol. Lo mismo que ocurrió hace pocos años con decisiones similares que tomó Hugo Chávez en Venezuela.
Sí es cierto, si un Gobierno quiere ser tomado en serio por la comunidad internacional debe respetar las reglas. Redactar leyes ad hoc para tomar el control de una empresa privada no es serio y desde luego genera un enorme inseguridad jurídica para los inversores internacionales. Mucho más cuando, en la mayoría de los casos, estas nacionalizaciones incumplen los requisitos impuestos por esos mismos gobiernos en los procesos de privatización.
Pero hay algo que me chirría en esos discursos que enarbolan la defensa de la propiedad privada ante los abusos de los Gobiernos como es el caso de Argentina con Repsol, y al mismo tiempo reclaman el rescate de los bancos que tanto daño hicieron a las crisis y que tanto han complicado su solución.
En estos últimos años parece haberse quebrado esa teoría según la cual, cualquier gestión privada es mejor que la pública. Todos los bancos que llevaron a la catástrofe financiera eran de entidades de capital privado. Y también parece haberse quebrado esa teoría, que el liberalismo económico esgrime, o esgrimía, como bandera, según la cual la presencia del Estado en la economía debe ser mínima. Mientras todo vaya bien, debería ser la coletilla añadida. Si hay problemas entonces los posicionamientos políticos se dejan a los pies de la cama y se reclama al Estado un rescate con dinero público, ese al que se le acusa de no saber gestionar en tiempos de bonanza, para que saque a flote unas cuentas hechas jirones por los excesos del capitalismo.
En definitiva, ¿Nacionalizar o no nacionalizar? Pues más que de posicionamientos políticos, la cuestión responde a una cuestión económica. Si la empresa no tiene problemas, los teóricos defenderán la libertad de actuación a todo trance. De lo contrario, la mano de papá Estado siempre será bienvenida.
Pilar Blázquez
Madrid