El contrato único propuesto desde Bruselas ha puesto el debate sobre la mesa. La enorme diversidad de contratos existente en España dificulta la flexibilidad laboral y la competitividad. Pero, ¿es lo que necesita España para crear empleo?
La reforma laboral de 2012 ha abaratado de forma sensible el despido de trabajadores (a pesar de tratarse de una reforma para el empleo, como dijo la Ministra Bañez) de forma que, a día de hoy, las empresas tienen más facilidad para deshacerse de trabajadores. Esto no tiene porqué ser malo. Es evidente que una empresa, PYME o microPYME, al ver reducidos sus ingresos, necesite replantearse su política de contratación. Y este es precisamente uno de los problemas a los que se enfrenta el pequeño empresario a la hora de plantearse una nueva contratación. A las cargas que supone a día de hoy una nueva contratación, hay que sumarle un despido de 20 días por año si hay que despedir por causas económicas. Y esto motiva, en muchísimos casos, que se trate de concertar contratos temporales con unas indemnizaciones inferiores.
Durante la década pasada, en plena efervescencia económica, en el sector servicios se utilizaba una fórmula de contratación consistente en realizar un contrato de duración determinada, y si los resultados acompañaban y el trabajador resultaba rentable para la empresa, se prorrogaba y finalmente se transformaba el contrato en indefinido. Esta conversión a indefinido venía acompañada por una bonificación de dos años en las cotizaciones que ayudaban a soportar el coste de estas cotizaciones. Y es que al final, ese contrato de duración determinada, generalmente motivada por excesos de pedidos, se convertía en una suerte de periodo de prueba de 12 meses y de 6 en los últimos años de la pasada década. Este «periodo de prueba» además tenía un despido barato (8 días por año trabajado) y conseguía estimular la contratación. Si el trabajador no rendía lo esperado, tan sólo había que esperar al fin de contrato y se decidía no renovar.
El trabajador, por otro lado, podía acceder de forma un tanto precaria a un puesto de trabajo. Y en la mayoría de los casos, y presuponiendo la buena fe en ambas partes, ese contrato precario acababa en una conversión a indefinido de forma que el trabajador se aseguraba su futuro en la empresa y el empresario comprobaba la eficacia del trabajador y, de paso, se llevaba una bonificación durante dos años.
Está claro que utilizar este tipo de contratos de este modo supone un fraude de Ley, y de hecho en muchas ocasiones la Administración actuaba de oficio y declaraba esos contratos en fraude de Ley y los consideraba fijos desde el inicio. Por eso, quizá haya que pensar en un tipo de contrato que suponga un despido barato en los primeros años y que suponga un ahorro en cotizaciones al empresario en caso de optar por él. Una vez que la relación laboral se ha consolidado, el trabajador ve su puesto garantizado (siempre que cumpla con su parte del contrato) y el empresario ve como las cotizaciones son menores.
El contrato propuesto por Bruselas va en este sentido y añade lo que se denomina la «mochila austríaca» que no es más que un fondo que se constituye a favor del trabajador para que vea garantizada su indemnización en caso de despido. Este fondo puede traspasarse de una empresa a otra en caso de baja voluntaria. Pero ojo, porque este fondo tiene que salir de alguna parte. Y las dos partes de las que pueden salir son aumentando el coste salarial del trabajador (sumando este fondo a las retenciones practicadas y las cotizaciones del trabajador y las empresariales) o rebajando el salario neto respecto del bruto pactado, lo que supondrá rebajar los salarios.
En definitiva: Acabar con la gran cantidad de modalidades de contratación facilitará las gestiones laborales de las empresas, rebajará el coste de contratación y asegurará al trabajador un puesto fijo acabando con la dualidad. Pero este nuevo contrato debe ser consensuado por todas las partes.
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